Cuando una relación se termina el mundo parece derrumbarse, se pierde el sentido de vivir, y la tristeza invade el alma al cobrar conciencia de que ese mundo al que estabas acostumbrado ya no existe.

La vida parece continuar como siempre pero dentro de ti solo existe un gran vacío, y en ese inmenso sentido de soledad solo parece existir el deseo de estar cerca de la persona amada, de escuchar su voz, de saber que está haciendo, lo cual sería la única forma de apaciguar el dolor y la angustia de la separación.

La imaginación crea fantasías de reconciliación, se imagina que una llamada telefónica, o quizás un texto pueda lograr la magia de volver otra vez, pero hay momentos de lucidez y la compulsividad se detiene para dar lugar a una sensación de vergüenza por el hecho de albergar esos pensamientos infantiles de reconciliación.

Pasan los días y el ciclo de tormento se repite con el mismo dolor, la misma angustia y los demás síntomas físicos y emocionales de duelo por la pérdida amorosa.

En este periodo de confusión e incertidumbre se trata de encontrar respuestas que justifiquen el desenlace final pero no se identifican razones que puedan proporcionar paz a la tormenta de emociones.

Transcurre el tiempo y el peso de la realidad va aplastando todo intento fantasioso de evadir la realidad de los hechos y así la angustia, el dolor y la tristeza van cediendo poco a poco.

Luego se cae en cuenta que en esa relación se merecia más y se recibió muy poco surgiendo así una sensación de inconformidad, de injusticia, lo cual va a cambiar la perspectiva de los acontecimientos y así nace la ira o el coraje hacia la persona que fue antes objeto de adoración.

Eventualmente se acepta la derrota, con la consciencia de que así tenía que ser, o de que era lo mejor para los dos.